martes, 31 de julio de 2012

Érase una vez el miedo (Revista de verano de Constantina 2012)

Érase una vez el miedo
Miedo a no saber reaccionar, a no hacer lo correcto, a no saber qué decir. Miedo a paralizarte, a romper a llorar, a patalear sin más.  Miedo a que nunca ocurra o a que pase lo que no querrías que pasara jamás.
Ella, quizás, no tenía edad de pensar en eso, no tenía edad de valorar lo que la vida le haría valorar poco tiempo después, sin avisar. Ella, recién cumplidos los dieciocho, sólo tenía que preocuparse de aprobar y vivir, como si tuviera algún valor lo primero sobre lo segundo, como si tuviera alguna importancia más allá de lo material. Sabiéndose querida por sus padres y rodeada de un montón de gente que se hacían llamar amigos, creía que la vida era buena con ella, que la vida estaba siendo como la vida de cualquiera.
Los dieciocho años, la edad en la que todo cambia. Uno se hace mayor porque lo dice la ley, uno ya puede tomar decisiones, uno ya empieza una carrera y se hace una persona de provecho. Volviendo la vista a atrás, cuesta trabajo, muchas veces, saber dónde empezó todo, dónde uno se hizo mayor. Fue el viernes 23 de marzo de 2007 el día en el que el mundo se paró; el día que la vida le demostró que nadie era invencible, el día que su vida se quedó a medias. Siendo objetivos, es natural que los hijos sobrevivan a los padres, es lo lógico. Sabía la teoría, la sabía porque su padre, con pequeñas cosas, les había preparado para ello; pero volvió a fallar la práctica. Paralizada, conmocionada, descolocada. Faltaba aire, sobraba gente, faltaba intimidad, sobraban palabras. La sensación de vacío no se va jamás, por mucho que digan que el tiempo cura, ese vacío sigue ahí para siempre.Pésames absurdos y nuevos padres saliendo de la nada queriendo meterse donde pintaban aún menos. Se sentía como en un escaparate, como si ahora las explicaciones se las tuviera que dar a todos, como si su vida tuviera que ser aceptada por cualquiera. Al principio, cuando llegó esa llamada fatal, cuando llegaron esas palabras horribles que aún siguen clavadas en lo profundo de su ser, tuvo miedo. Tuvo miedo por su madre. Qué iba a ser de ella, qué iba a hacer ella sin él; qué haría él sin ella, donde quiera que estuviese, era difícil imaginarlos dar dos pasos el uno sin el otro. Entonces se lo prometió a sí misma y a él, cuidaría de ella y se enfrentaría a todo lo que fuese necesario, pasaría por encima de quien tuviera que pasar, pero absolutamente nadie podría hacerle daño a su madre.
El miedo tardó tiempo en cambiar de lugar. Como ya he dicho, el miedo por su madre se hacía cada vez mayor a medida que pasaban los días; miedo a que ella perdiera, tal vez, las ganas de vivir. Pero entonces algo cambió, su madre ya no era una mujer por la que tuviera que sentir miedo, su madre era una mujer saliendo del más oscuro de los pozos. Una mujer que se armó de valor y se puso frente a todo. El miedo pasó de su a madre a sí misma tal vez o a su hermano. A veces uno siente que es el único capaz de salir de situaciones como esta y se equivoca. Probablemente, por intentar aparentar que estaba bien, estaba cada vez más perdida, más fuera de todo.
La niña que creía que tenía la vida perfecta no sólo perdió un padre, perdió muchas más cosas que, puestos a comparar, se hicieron insignificantes: amigos, llamadas, comprensión… Parecía que todo lo que hiciera se pudiera achacar a eso, como si se hubiera vuelto loca. Y no estaba loca, ni siquiera estaba enfadada con la vida. Siempre le  indignó la falsedad, el chantaje, el lloro a destiempo, los perdones en los entierros y los escaparates limpios; y que su padre no estuviera no tenía nada que ver con eso. Era consciente de que no había sido la hija perfecta, por lo menos no dentro de lo normal. Su carácter, sus formas, su ‘hablar sin pensar’. Siempre había creído que era una especie de bicho raro, siempre se había sentido juzgada por ser capaz de decir lo que algunos se mueren callando. Su padre, las navidades antes de irse, le había escrito una carta de parte también de su madre en la que le había hecho especial hincapié en que no cambiara, que fuera ella misma, con su carácter y con sus cosas. Aunque quisiera, ella no sería capaz de cambiar, porque ella es todo lo bueno y todo lo malo que puedan pensar de ella. Solo había una cosa más desde que faltó su padre: su madre por encima de todo y a sacarle los dientes al que se atreviera, si quiera, a nombrarla sin tener que hacerlo.
Es cierto eso de que las cosas malas te enseñan cosas importantes. Aprendió que no quería ser de esas personas que esperan a que la gente se muera para hacerle homenajes; aprendió que quería vivir cosas junto a personas importantes, no inventarse una vida ficticia cuando esas personas faltaran. Aprendió mucho, es cierto, aunque el precio fue bastante alto. Puede que eso le hiciera mejor persona o, por el contrario, mucho peor de lo que algunos pensaran que era antes.
Uno siente miedo cuando no  tiene en quién apoyarse, es decir, cuando cree que está solo ante el peligro. Hubo otro golpe de la vida, pero esta vez supo que eran los demás los que tenían miedo por ella; le caracteriza no ser capaz de exteriorizar sus sentimientos, aunque esté perdiendo facultades en ese terreno, raramente dice lo que siente; que nada tiene que ver con lo que piensa.
Hay horas que recordará toda su vida. Horas que duraron dos viajes sin esperanza. Horas de confusión e impotencia. Horas de miedo. Pero la vida es una mezcla entre felicidad y dolor. Y ahí estaba ella, que no le daba la gana de perder su sonrisa. Que había veces que se la veía agobiada pero que después era capaz de coger el teléfono y tranquilizar a quien fuera que la llamara para preguntarle. Su madre, en vez de dejarse llevar por el miedo, como hubiera sido lo lógico, volvía a actuar como si nada. Vive, vive, vive. Y ella estaba viviendo y luchando y asintiendo y sonriendo. Y ella sabía que tenía miedo, tenía que tenerlo; por mucho que ella y su hermano estuvieran, por mucho que no dejaran que fuera sola al hospital, por mucho que intentaran estar a su lado; a su madre le faltaba su pilar, su media vida, le faltaba ese apoyo que había perdido hacia años pero que seguía estando presente. La palabra cáncer hubiera sido más pequeña si su padre hubiera estado con ellos.
Ya con veintitrés años, volvió a sentir miedo por lo que le pudiera pasar a su madre. Y, de nuevo, volvió a sorprenderse al ver cómo estaba. Su madre nunca había dejado de cuidar de ella, por mucho que ella hubiera creído que cuidaba de su madre; una madre siempre cuida de sus hijos.  ‘La mejor mujer del mundo’, se dijo para sí, y aprendió que, por mucho que pasen los años, los miedos siguen y seguirán, habrá tiempos mejores y tiempos peores, las personas se acabaran yendo de su lado; pero los ejemplos de vida que ha tenido han sido los mejores. Fortaleza, vitalidad, optimismo… Su padre fue bueno en muchos sentidos, pero su madre nunca fgfue, precisamente, una mujer en la sombra, en absoluto.
Roble Ramírez