viernes, 11 de noviembre de 2011

El último ojal


Es de Arturo Pérez-Reverte...es tan bonito que quiero que todo el mundo lo lea :), lo mejor es el final...qué grandísimo!
Fue el otro día, en Gijón. Era domingo y hacía sol, y la playa, y el paseo marítimo, estaban a tope de gente remojándose en el agua o apoyada en la barandilla de arriba, mirando el mar. Todo apetecible y muy de color local, gente de allí en plan familiar sin apenas guiris. Era agradable estar de codos en la balaustrada, observando la playa y las velas de dos barquitos que cruzaban lentamente la ensenada. Había una cría dormida sobre una toalla junto a la orilla, y chiquillos que alborotaban entre los bañistas, y jovencitas en púdicos bikinis y mamás y abuelas en bañador respetable que charlaban mojándose los pies. Y un niño rubito y tenaz, un tipo duro que había hecho un castillo de arena y estaba sentado dentro, reconstruyendo impasible la muralla cada vez que el agua la lamía, desmoronándola. Lo que, por cierto, no es mal entrenamiento de vida cuando apenas se han cumplido siete años.
La pareja no me habría llamado la atención, había doce semejantes, de no ser porque vi el gesto de la mujer. Eran dos abueletes que habían estado un rato a remojo. Llevaba ella un vestido de esos veraniegos para señora mayor, estampado, con botones por delante, y una cinta en el pelo que recogía el cabello gris. Era regordeta y menuda. Él estaba en bañador, calzón de playa de color discreto, y se abotonaba despacio, con dedos torpes, los botones de la camisa gris de manga corta. Tenía las piernas flacas y pálidas, de jubilado al que le queda verano y medio, y la brisa le desordenaba el pelo blanco alrededor de la frente salpicada, como sus manos, con las motas que la vejez imprime en la piel de los ancianos. Los dedos del hombre no acertaban con el último ojal, y vi que la mujer le apartaba delicadamente la mano y se lo abotonaba ella, y luego con un gesto lento y tierno, le pasaba la mano por la cabeza, como si quisiera arreglarle también un poco del pelo, peinárselo con los dedos y dejarlo un poco más guapo y presentable.
Me quedé mirándolos hasta que se alejaron camino de las escaleras, y aún vi que él se apoyaba en el hombro de ella para subir los peldaños. Y me dije: ahí los tienes, Arturín, toda la vida juntos, cincuenta años viéndose el careto cada día, y los hijos, y los nietos, y cállate, y lo que yo te digo, y el fútbol y aquella época en que él volvía tarde a casa, y el mal genio, y el verlo tanto en sus momentos de hombre que se viste por los pies como en los momentos de miseria; y en vez de despreciarlo de tanto asomársele dentro, de no aguantarlo por gruñón o por egoísta, ella aún tiene la ternura suficiente para ponerle bien el pelo después de abrocharle ese último botón en el ojal. Y a lo mejor él ha sido un tío estupendo o un canalla, y eso no tiene nada que ver, y resulta compatible con el hecho de que ella, que parió sola, que se calló por no preocuparlo cuando se sintió aquel bulto en el pecho, que se ha estado levantando temprano todo la vida para tener paz en una cocina silenciosa, le siga profesando una devoción que nada tiene que ver con lo que llamamos amor; o a lo mejor resulta que el amor es eso y no lo otro, ese ejercicio de lealtad que puede consistir en repeinarlo con la mano y decirle ponte guapo, Manolo. En que ella, que siempre fue al médico sola hasta cuando pensó que se iba a morir, entre en la consulta con él y le diga siéntate aquí, anda, estate quieto, que ahora viene el doctor. En cerrarle con disimulo la bragueta cuando él sale a pasitos cortos del servicio. En dedicarle una vida que el no siempre supo merecer.
Y ahora él depende de ella, y es ella la que lo sostienen como en realidad lo ha sostenido siempre, y un día Manolo, o como se llame, dirá adiós muy buenas; y ella, que renunció a tantos pequeños sueños, que se impuso a sí misma un extraño deber unilateral, que no vivió nunca una vida propia que no fuera a través de él, se quedará de golpe quieta y vacía, perdida su razón de ser, con hijos y nietos que de pronto se antojan lejanos, extraños. Añorando la cadena que la ató recién cumplidos los veinte, cuando casarse, poner una casa, tener una familia, era un sueño maravilloso como el de las poesías y las películas. A lo mejor, antes de hacer mutis, él tiene tiempo decencia y lucidez para darse cuenta de lo que ella fue en su vida. Y entonces echará una lagrimita y le dirá eso de que lamenta haberla tenido como una esclava, etcétera. Y ella, una vez más, se callará y le pondrá bien el pelo, para que agonice guapo, en vez de decirle: a buenas horas te das cuenta, hijo de la gran puta.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Heridas

Me asomo desde la ventana y te veo. Ahí estás, con esa sonrisa tan profunda y esa necesidad de decirle al mundo que sigues aquí, aunque ya nadie puede verte. Me asomo a esos recuerdos y aún te siento, como si recordar se hubiera convertido en un recurso para hacer la vida más agradable, más llevadera. Hay personas, como tú, que hacen que la vida merezca la pena sólo si uno se cruza con ellas. Personas que saben decir y actuar acorde con lo que predican. Personas con las que hablar podría elevarse a la categoría de 'placer'. Personas de las que uno puede aprender cualquier cosa, porque parece que cada paso, cada palabra, es un claro ejemplo del buen hacer....Me asomo a la ventana y te vuelvo a ver, siempre con algo que decir, siempre con algo que contar. Siempre tenías algo que enseñar y, lo mejor de todo, siempre había alguien que quería aprender de ti.
Me miro en el espejo y a veces no me reconozco. Con ello no quiero decir que no me guste lo que veo, sino que no sé si esto lo que yo había creído que vería en mí. Quizás a veces uno piensa que es de una manera y después se da cuenta de que no es cierto, de que uno es totalmente diferente. Puede ser que cuando te pasan cosas no del todo buenas piensas que ya  nada peor te puede pasar y, de repente, te pasa algo peor...o diferente, quién sabe, pero algo que te hace ver otra vez la vida de un color más triste. Cosas que te hacen ver otra vida, porque es esa la descripción más justa que encuentro para describir esa sensación. No es que veas la vida peor, sino que no ves tu vida. Es como si te la hubieran cambiado, porque al final, todas las cosas que pasan son eso, cambios a los que hay que adaptarse casi sin protestar. 
Todo el mundo pierde a gente y eso no le hace ni más honorable, ni más admirable, ni siquiera a uno le hace más bueno el simple hecho de haberlo pasado mal en un momento determinado. Yo, por ejemplo, ni siquiera me siento mejor persona, ni una persona diferente. Quiero creer que sin esos cambios, no sería yo. A pesar de haber intentado no cambiar jamás una forma de ser que, no sé si me hace ser diferente, pero si me aleja de lo que cualquiera puede esperar de alguien. De hecho, siendo sincera, no me acompleja lo más mínimo mi forma de ver las cosas, me acomplejaría más reprimir ser así, puesto que sería una auténtica mentira todo lo girara en torno a mí. 
Me asomo a esa ventana y me asombro a mí misma buscándote, como si fueras a aparecer sin avisar, como si fueras a sorprenderme mirando...Hay sensaciones tan inexplicables que me cabrea ver como hay gente que se cree capaz de describir. Quizás me cabrea por no sentirme capaz de hacerlo.
Cada vez que pienso en mirar a atrás y me da por escribir, sale de mí esa parte pesimista y derrotada que no soy. Es posible que el hecho de no ser capaz de derramar una lágrima o de dejar de sonreír en los peores momentos, hacen que, a la hora de verdad, muestre una cara de mí misma que no quiero conocer.
Me asomo a mi pasado y, muchas veces, se me quitan las ganas de mirar al futuro. Porque no estarás tú, ni tú, ni siquiera tú...Porque celebraré cosas y no estaréis ninguno de vosotros. Porque puede ser que me case y vuestra ausencia hará que tenga que dividir esa felicidad o actuar. Porque no estaréis en mi primer trabajo (si es que algún día llega) y no podré enseñaros en qué he malgastado mi primer suelo. Porque no me veréis ser una persona mayor o porque no veréis todas las veces que me quedan por caer y en las que me creeré sin fuerzas para levantarme. 
Podría intentar escribir algo que no sonara ni triste ni cursi, pero no sé. Y en la universidad he aprendido tan poco, que no creo que a estas alturas me enseñen a hacer algo así. Podría, simplemente, dejar de hacerlo...No sería algo nuevo el plantearme dejar de hacer algo que me da tanta satisfacción. Cuando uno no destaca en nada, debe intentar al menos hacer de la sinceridad algo por lo que destacar. Sentiría no poder llegar nunca a ser como tú, que también te asomaste muchas veces, aunque en poco tiempo, a la misma ventana a ver a la misma mujer. Pero ni tú querías que yo fuera tú, ni yo quiero ser como tú. No porque no te admire, ni mucho menos, sino porque si me hubiera planteado ser como tú, viviría atormentada al verme incapaz. No es cuestión de actitud, más bien es un problema de aptitud. Sólo hay algo que puede que nos haga parecidos: la necesidad de escribir lo que sea, en cualquier momento, para sentirnos mejor con nosotros mismos. 
Escribir del pasado debería de estar penado, aunque no me acaba de disgustar el tono dramático que soy capaz de alcanzar cuando lo hago. Se trata de quedarme tranquila durante un rato, así que...Y el hecho de publicarlo...está bien que cualquier pueda leerlo y sentirse mejor o peor, buscar más o menos errores...conocerme un poco tal vez...yo que sé. Aunque no sirva absolutamente para nada, seguiré haciéndolo cada vez que me apetezca. Y soy de las que cumplo las amenazas :)